martes, 11 de mayo de 2010

Viviendo en Santidad

Hebreos 12.14: “Seguid la paz con todos, y la santidad sin la cual nadie verá al Señor

Cada uno de nosotros hemos sido justificados por la sangre preciosa de nuestro Señor Jesucristo, la cual no limpió de todo pecado. Asimismo, este sacrificio nos santifica.

Cuando fuimos justificados, no fue por nuestros méritos o porque lo merecíamos, sino que Dios en su infinita misericordia y gracia nos hizo aceptos delante de Él. En ese instante también fuimos santificados. Ahora estamos inmersos dentro de este proceso de santificación, el cual depende de nuestra actitud de poder mostrar frutos de santidad.

Pedro nos dice que “así como aquel que nos llamó es santo, seamos también santos en toda nuestra manera de vivir” (1 Pedro 1.16) Recalco lo señalado por Pedro, quien dice que seamos santos en toda nuestra manera de vivir; no solo en algunas áreas de nuestra vida… Dios quiere la totalidad de nuestras vidas, que vivamos íntegramente para Él.

1 Juan 3.9 dice: “Todo aquel que es nacido de Dios, no practica el pecado, porque la simiente de Dios permanece en él; y no puede pecar porque es nacido de Dios”. Vidas regeneradas por Dios que buscan hacer la voluntad de Dios y vivir una vida sin pecado es a lo que hemos sido llamados. Debe ser nuestra meta diaria, el agradar a Dios en todo lo que hacemos, decimos, pensamos, en todo. Pues Dios examina nuestros corazones y conoce todo de nosotros.

Una vida de santidad es una vida que lleva fruto. Conoceremos que una persona está llevando una vida santa por sus frutos (Lucas 6.44).

Cuando Jesús oraba en el Getsemaní, pedía al Padre para que sus discípulos puedan ser santificados en su verdad (Juan 17.17) Para tener una vida de santidad es necesario que podamos tener una vida de intimidad con Dios, una vida de lectura de la Palabra, de ayuno; pues como dice en 1 Timoteo 4.5, somos santificados por la palabra de Dios y por la oración. Dios no quiere de nosotros vidas religiosas, sino vidas transparentes y consagradas que buscan agradar al Padre en toda su manera de vivir.

El primer paso es reconocer los pecado que hay en nuestras vidas y confesarlos (Santiago 5.16: “Confesaos vuestros pecados unos a otros”) y poder ser libres de toda opresión y así presentar nuestros cuerpos como ofrenda agradable delante de Dios.

Somos templo del Espíritu Santo, y como tal tenemos que cuidar nuestras vidas para mantenerlas limpias, puras, sin manchas ni pecados; a fin de que la presencia de Dios esté en nuestras vidas y el poder de Dios se vea manifiesto en nosotros.

Termino citando 1 Tesalonicenses 5.23: “Y el mismo Dios de paz os santifique por completo; y todo vuestro ser, espíritu, alma y cuerpo, sea guardado irreprensible para la venida de nuestro Señor Jesucristo”.

Vivamos en santidad aguardando la venida de nuestro Señor y por medio de ella podamos ver a Dios en su gloria y majestad.

El Señor les bendiga

Aprendiendo a amar

2 Tesalonicenses 3.5: “Y el Señor encamine vuestros corazones al amor de Dios y a la paciencia de Cristo”



Amar como Dios ama y tener la paciencia de Jesucristo, es lo que debemos anhelar cada día para nuestras vidas. Arda en nuestro corazón el deseo de que nuestras vidas puedan ser moldeadas conforme al corazón de Dios.

Pero, ¿Cómo ama nuestro Dios? ¿De qué manera tenemos que amar? Juan 3.16 dice: “Porque de tal manera amó Dios al mundo que ha dado a su unigénito Hijo, para que todo aquel que en Él crea no se pierda, sino tenga vida eterna”. Imagínate, cuán grande amor el de Dios, dar a lo que más amaba, a su unigénito Hijo, para que por medio de Él podamos tener vida eterna y ser llamados también Hijos de Dios. Dispuesto a dar lo más valioso que tenía por amor de los demás, por amor de una generación llena de pecados, que vivía de espaldas a Dios. ¿Estamos dispuestos a dar nuestras vidas por nuestros hermanos? ¿Estamos dispuestos a dejar nuestros logros, familias, estudios, trabajos, con el fin de que otros puedan ser salvos por nuestras vidas? ¿Hasta que punto sabemos amar?

Amor implica mucho más que un abrazo con una sonrisa, es mucho más que una palabra o un sentimiento; es una actitud. Actitud que implica una entrega, sacrificio y muerte de nuestro ego. Es amar más allá de nuestros sentimientos, pues de qué me sirve solamente amar a quien es bueno conmigo. El verdadero amor nos lleva a amar a nuestros amigos, prójimo y enemigos. Ese es el verdadero amor, aquel que cuesta la vida, aquel que lo sufre todo, que lo espera, que lo entrega…

Me pregunto qué vio Dios en nuestras vidas para merecer tanto amor. Y sin lugar a dudas me respondo que nos amó por su infinita gracia; gracia que no ve méritos, condición social, raza, etc. Así también nosotros debemos aprender a amar; sin hacer distinciones, pues de la manera que queremos ser tratados o amados, así tenemos que amar. Sean buenos, sean malos, sean fuertes, sean débiles, nuestro amor por todos debe ser el mismo.

Solo amando como Dios ama, seremos capaces de poder estar dispuestos a rendir nuestras vidas por la salvación de muchas almas y ver la humanidad como la ve Dios.

Oremos cada día para que Dios pueda darnos un corazón tierno, manso y lleno de misericordia como el de Él.

¡¡Prosigamos a la meta!!